Huyendo de la tropa infernal. La Sexta Bolsa. Las capas de plomo dorado. Los hipócritas. Hipócritas pisoteados. Anas. De aquí no hay salida.

Canto XXIII

                       En fila, silenciosos
como frailes menores, proseguimos
nuestro viaje, ya sin los arrimos
de los demonios, pero no con dichosos
pensamientos, sino más tenebrosos
todavía.
            Por la mente sentimos
más allá del instante que vivimos.
Hay enlaces sutiles, misteriosos,
que llevan la memoria hacia adelante,
y ésta me dio la fábula de Esopo,
de  “La rana que quiso ahogar a un topo
y los llevó un vilano". Y enlazando
los sucesos, la vi tan semejante
con el nuestro, que quedé temblando.

  Yo pensaba: —Los demonios han sido
engañados. Buscarán un culpable
y lo hallarán. Su mente miserable,
ya de por sí cruel, se habrá crecido
con la burla. Y como han perdido
al del foso, ¿quién será? No se hable
más: ¡nosotros! Y eso no es probable,
¡es seguro! Estos ya han decidido
capturarnos.
                  Y no hay que tener
mucha imaginación para saber
lo que nos esperaba de llegar
a sus garras, pues llegué a envidiar
al rufián, y por primera vez,
me pareció deseable la pez
hirviente.
             —Mi Señor, presiento
que si no huimos pronto, vendrán
por nosotros y así saciarán
su furia. Me parece que los siento
ya —le digo.
                 —Hijo, tu pensamiento
y el mío son gemelos. No podrán
atraparnos. No nos encontrarán
donde esperan y no hay momento
que perder. A nuestra derecha está
la sexta fosa. Nos deslizaremos
por su borde y así nos libraremos
de la presunta caza.
                                Aún estaba
hablando cuando vi que se acercaba
la hueste con sus negras alas ya
sobre nosotros.
                         Mi Maestro no
se lo pensó dos veces: Igual que
la madre que al despertarse ve
que hay fuego, y sin importarle lo
que pase va a la cuna en que dejó
al hijo, y ya en sus brazos, aunque esté
sin ropa alguna, huye con él de
las llamas, así él se deslizó
conmigo por el borde. Y no corriera
más veloz el agua en el canal
del molino, como él por la pendiente
de la roca.
                Cuando llegamos al
suelo, vimos cuán precisa era
la huida, y la tropa –impotente—
nos miraba desde arriba, derrotada
por segunda vez, pues el poder
divino no les deja trasponer
sus límites.
                 En cuanto a mí, superada
la aventura, ya tenía ocupada
mi mente y mi atención en conocer
el nuevo sitio. Y pude ver
que su gente iba toda pintada,
y cubierta con grandes capas con
capuchones, como los monjes, pero
de color tan brillante que dañaban
la vista.
           En lenta procesión,
giraban a la izquierda y mostraban
tal cansancio y fatiga, que el mero
hecho de alzar el pie, les dejaba
exhaustos. Sus cansinos lamentos
llenaban todo el foso con acentos
lúgubres, tales como el que cava
su fosa. Yo, en silencio, observaba
sus rutilantes trajes y sus lentos
andares. Y vi que sus sufrimientos
venían de las capas.
                            Aún estaba
en esto, cuando mi Guía tomó
su misma senda, y aunque yo
intentaba mirarles, no me era
posible: tan lentos iban, que
a cada paso cambiábamos de
condenado.
                —Mi Señor, si hubiera
modo —le digo—, mira de encontrar
a algún conocido. Mas no fue
preciso buscarlo, porque el de
atrás —que me oyó— vino a procurar
mi deseo:
             —Vosotros, que al pasar
asemejáis el viento, sabed que
entiendo vuestra lengua que hablé
arriba. Si podéis esperar,
hacedlo.
              Y mi Maestro: —Espera
—me dijo—. Y aunque apenas hubiera
trecho, harto tardaron, él y otro que
le acompañaba. Al llegar, me
miraron torvamente y se volvieron
entre sí: —Si está vivo —se dijeron—,
¿por qué está aquí?..., y si está muerto,
¿por qué no lleva capa y su peso
no le oprime?
                     Pero no por eso
se conformaron. Luego, y por cierto,
con las suaves maneras del experto
—que bien conoce el corazón avieso—,
con comedimiento y sin exceso
alguno, me mostraron su abierto
deseo de saber de mí.
                                 —Toscano,
que has venido a la triste mansión
de los hipócritas, dinos quién eres.
Y yo les respondí:  —Mi corazón
aún late. Nací y crecí en el llano
del Arno, en la ciudad de poderes
opuestos. Mas vosotros, que os veo
tan hundidos, ¿cuál es vuestra pena?,
pues tal parece que vuestra condena
es muy pesada.
                         Uno de ellos —creo
que el que nos llamó— tras el cuchicheo
habitual, me dijo con voz llena
de fatiga:
           —La capa está rellena
de plomo, cual fue nuestro deseo
de fingir la bondad. Ahora gemimos
como balanzas repleta. Fuimos
de una orden justa e hicimos pingo
de su enseña. Este dorado plomo
que nos aplasta, carga en nuestro lomo
el peso de las ruinas de Gardingo.
Tu ciudad nos llamó para poner
la paz, e hicimos nuestra guerra.
El lugar devastado que os aterra,
es las resultas de nuestro poder
e intrigas.
               Yo quise responder,
pero no pude… Tendido en la tierra
con tres estacas cuya línea cierra
la forma de una cruz, pude ver
un cuerpo en el camino, que era
pisado por todos.
                            Al yo callar,
notó el otro mi asombro y me explicó
su causa:  —He aquí al que declaró
que es justo que el justo muera
—y como un criminal—, para salvar
al pueblo. Ahora es la estera
de todos los hipócritas.
                                     Yo vi
que el Poeta le miraba cual si
aquello no estuviera la primera
vez que bajó, y esta maldad fuera
extraña a su mundo, monstruosa y
execrable a sus ojos. Y sentí
vergüenza. Y bien quisiera
decirle que no se repitieron
nunca más las palabras que fueron
nuestro escarnio. Pero el
sendero, desde entonces, estaba
empedrado de seres como aquél,
todo a su largo.
                        Mi Señor buscaba
el modo de salir y preguntó
al tapado: —¿Sabes si a la derecha
existe alguna senda que aprovecha
a un puente?
                    El otro respondió:
  —Al temblar la tierra, aquí no quedó
ni un arco. Desde entonces esta brecha
está aislada, al par que fue hecha
la senda infamante. De aquí no
hay salida. Ved si podéis volar
sobre los restos que quedaron en
los bordes del que se derrumbó
más adelante.
                   Y mi Guía:  —¡Bien
mintió aquel demonio! Y se alejó
enojado. Y yo le fui a buscar.

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